El mirador
Viernes 17 de julio de 2009 Publicado en edición impresa
Las urnas no le han dicho que no al progresismo. Se lo han dicho a Néstor Kirchner como pretendida expresión de ese progresismo. Le han probado que esa bandera no está en sus manos. Vieja lección de la Historia: quien se adueña de una palabra no necesariamente se adueña de lo que ella implica.
El progresismo cabal es inconciliable con el populismo. No disocia la justicia social del desarrollo. Ni el desarrollo de la educación. Ni la educación del conocimiento del presente.
El progresismo, hoy, equivale a entender que el presente se desdibuja en mera duración si no se alienta el federalismo, la interdependencia regional y la inserción del país en un escenario mundial signado por los desafíos de la globalización. El progresismo, en suma, no existe donde la ley es un pretexto para la autocracia y la instrumentación perversa del poder y la pobreza.
El porvenir que le queda a este gobierno es proporcional al abandono de la insularidad en que ha vivido. Al cese de las brutales distorsiones que ha practicado. Está, por eso, obligado a hacer lo que no le gusta y a parecerse a lo que no quiere. Es obvio que la exigencia lo excede.
¿Qué sentido puede tener para el ex presidente abandonar sus prácticas conservadoras y empezar a ser de veras progresista? ¿Qué sentido puede tener para él renunciar al monopolio de la palabra? No seamos ingenuos. Quienes lo conocen saben que procederá como siempre lo ha hecho. Aun en circunstancias tan apremiantes como las actuales.
Saben que, a consecuencia de ello, aguardan al país horas difíciles. A su vez, las circunstancias exigen a la oposición una perspicacia que, hasta hoy, no ha demostrado; aptitud para prever lo que vendrá. Es hora de pensar y hay que saber hacerlo. La campaña electoral ya rindió sus frutos. Las patrañas oficialistas quedaron al desnudo. Es preciso que la denuncia deje de ser el eje articulador del discurso opositor. Kirchner ya no tiene futuro.
Pero esa evidencia no basta para que lo tenga la oposición. El desafío es complejísimo. Sin realismo no se irá a ninguna parte. Menos aún, sin sabiduría. La gobernabilidad debe ser preservada y, a la vez, las transformaciones indispensables tienen que empezar a producirse.
¿En estas condiciones, le importará al oficialismo que esté en juego algo más que su exclusivo interés sectorial? Mientras tanto, la oposición tendrá que desarrollarse. Probar que está en condiciones de convertirse en auténtica alternativa de gobierno. El arte de consensuar se impone en todos los casos.
Pocas veces un reclamo ha sido tan unánime. Hoy todo lo deseable parece depender de la aptitud para convivir. Pero, para ello, hacen falta condiciones personales y partidarias cuya concreción no se puede improvisar.
La expectativa social predominante ya no recae sobre el oficialismo. Nadie sino él ha contribuido a dañar tanto su propia credibilidad. Es sobre la oposición sobre la que recae esa expectativa. Esa expectativa y una rotunda exigencia: que sepa desempeñarse como herramienta legislativa capaz de reconciliar al Estado con la ley y la República.
La transformación cultural que requiere el ejercicio de la política argentina no cuenta todavía, hay que decirlo, con indicios claros de fortaleza.
Es la empecinada esperanza de una mayoría la que reivindica ese cambio. No, aún, la convicción de que tal cosa ocurrirá.
La oposición tendrá que probar que esa mayoría no se equivocó al privilegiarla con su voto.
Viernes 17 de julio de 2009 Publicado en edición impresa
Las urnas no le han dicho que no al progresismo. Se lo han dicho a Néstor Kirchner como pretendida expresión de ese progresismo. Le han probado que esa bandera no está en sus manos. Vieja lección de la Historia: quien se adueña de una palabra no necesariamente se adueña de lo que ella implica.

El progresismo, hoy, equivale a entender que el presente se desdibuja en mera duración si no se alienta el federalismo, la interdependencia regional y la inserción del país en un escenario mundial signado por los desafíos de la globalización. El progresismo, en suma, no existe donde la ley es un pretexto para la autocracia y la instrumentación perversa del poder y la pobreza.
El porvenir que le queda a este gobierno es proporcional al abandono de la insularidad en que ha vivido. Al cese de las brutales distorsiones que ha practicado. Está, por eso, obligado a hacer lo que no le gusta y a parecerse a lo que no quiere. Es obvio que la exigencia lo excede.
¿Qué sentido puede tener para el ex presidente abandonar sus prácticas conservadoras y empezar a ser de veras progresista? ¿Qué sentido puede tener para él renunciar al monopolio de la palabra? No seamos ingenuos. Quienes lo conocen saben que procederá como siempre lo ha hecho. Aun en circunstancias tan apremiantes como las actuales.
Saben que, a consecuencia de ello, aguardan al país horas difíciles. A su vez, las circunstancias exigen a la oposición una perspicacia que, hasta hoy, no ha demostrado; aptitud para prever lo que vendrá. Es hora de pensar y hay que saber hacerlo. La campaña electoral ya rindió sus frutos. Las patrañas oficialistas quedaron al desnudo. Es preciso que la denuncia deje de ser el eje articulador del discurso opositor. Kirchner ya no tiene futuro.
Pero esa evidencia no basta para que lo tenga la oposición. El desafío es complejísimo. Sin realismo no se irá a ninguna parte. Menos aún, sin sabiduría. La gobernabilidad debe ser preservada y, a la vez, las transformaciones indispensables tienen que empezar a producirse.
¿En estas condiciones, le importará al oficialismo que esté en juego algo más que su exclusivo interés sectorial? Mientras tanto, la oposición tendrá que desarrollarse. Probar que está en condiciones de convertirse en auténtica alternativa de gobierno. El arte de consensuar se impone en todos los casos.
Pocas veces un reclamo ha sido tan unánime. Hoy todo lo deseable parece depender de la aptitud para convivir. Pero, para ello, hacen falta condiciones personales y partidarias cuya concreción no se puede improvisar.
La expectativa social predominante ya no recae sobre el oficialismo. Nadie sino él ha contribuido a dañar tanto su propia credibilidad. Es sobre la oposición sobre la que recae esa expectativa. Esa expectativa y una rotunda exigencia: que sepa desempeñarse como herramienta legislativa capaz de reconciliar al Estado con la ley y la República.
La transformación cultural que requiere el ejercicio de la política argentina no cuenta todavía, hay que decirlo, con indicios claros de fortaleza.
Es la empecinada esperanza de una mayoría la que reivindica ese cambio. No, aún, la convicción de que tal cosa ocurrirá.
La oposición tendrá que probar que esa mayoría no se equivocó al privilegiarla con su voto.
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